El historiador Santos Juliá, poco sospechoso de simpatizar con la causa franquista, dice unas cuantas verdades incómodas sobre el bando republicano en este atinado artículo en El País: Duelo por la República Española (vía Barcepundit). Entre otras conclusiones destaca que las atrocidades republicanas, lejos de ser producto del descontrol, obedecían a la lógica revolucionaria enunciada durante años por comunistas y socialistas, y que no mataron más porque no tuvieron oportunidad (a diferencia de los nacionales, que sí conquistaron nuevos territorios).
Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia -insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes. (...)
La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra.
Santos Juliá también se muestra en contra de revisar la transición:
Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.